Dejando a un lado la leyenda, podemos fijar el inicio de la historia de
Roma en torno al siglo VIII a.C., una vez que pastores y campesinos, asentados en pequeños poblados que se localizaban cerca de la desembocadura del Tíber, en las laderas de siete colinas situadas al este del río, comenzaron a actuar como grupo, participando en los mismos rituales religiosos, drenando los valles pantanosos que los separaban, habitándolos y convirtiéndolos en mercados y foros.
Las
siete colinas de Roma que dan sobrenombre a la
ciudad eterna, son los montes
Capitolio,
Quirinal,
Viminal,
Aventino,
Palatino (con sus tres cimas:
Germalo,
Palatino y
Velia),
Esquilino (también con tres cimas: Cispio, Oppio y Fagutal) y
Celio. Pero no son las únicas, ya que al norte de ellas se encuentra el monte
Pincio, y en la ribera oeste del Tíber, en el barrio del
Trastevere, hallamos los montes
Vaticano y
Junículo.
Situación de las diez colinas de Roma.
Formando parte de lo que podemos considerar como
Roma Antigua, en el interior del perímetro delimitado por las
murallas Aurelianas, existe otra colina menos conocida, pero con una historia curiosa, interesante y que dice mucho acerca del pragmatismo de los antiguos romanos. Estoy refiriéndome al
Monte Testaccio. Con una elevación de más de 40 metros, un perímetro cercano a los 1.400 y una superficie en planta que ronda lo 22.000 metros cuadrados, sus características geométricas no se alejan de los parámetros del resto de colinas enumerados en el párrafo anterior. El motivo de que su nombre no aparezca en ningún listado hay que buscarlo en su origen, o si lo preferís, en su naturaleza, ya que
se trata de una colina artificial, levantada entre los siglos I y III de nuestra era, mediante el continuo aporte de
más de 25 millones de ánforas rotas, sobre todo de aceite de oliva, procedentes de lugares como la
Bética (sobre un 80% del total) y la
Tripolitania (región del norte de África, en torno al 17%). El resto tenía su origen en la
Galia y otras regiones de la península italiana. Incluso se ha documentado la existencia de algunas ánforas orientales... Para que os hagáis una idea, se calcula que con el aceite transportado en los envases que se acumulan en el monte, se habría cubierto la dieta anual de aceite de oliva de medio millón de personas durante 250 años!!
En la anterior captura de
Google maps, la chincheta roja marca la ubicación exacta del
Monte Testaccio en la actualidad. Quienes hayan visitado Roma, no les costará trabajo situarlo mediante referencias a otros lugares más conocidos, como el
Circo Máximo. Bajo estas líneas, un grabado de 1888, que representa la ciudad de Roma intramuros de las
Murallas Aurelianas, y en el que he remarcado en rojo la situación de la colina.
Las ánforas llegaban a Roma por vía marítima. En un principio, el desembarco se producía en el puerto de
Pozzuoli, situado al norte del golfo de Nápoles, hasta que el puerto de
Claudio y, sobre todo, el posterior de
Trajano, construidos en la cercana desembocadura del Tíber, tomaron el relevo, convirtiéndose en los principales puntos de distribución de mercancías del Imperio. El destino de las ánforas de aceite eran los almacenes levantados a los pies del monte
Aventino. Junto a ellos se encontraba una planicie, lo que hoy llamaríamos un
descampado, que fue el espacio elegido para que la población se deshiciera de los envases, evitando así que las más de 25 millones de ánforas se deshecharan de forma indisciplinada. La estructura pensada para elevarse por terrazas, las descargas realizadas en filas retraídas y al tresbolillo de la inferior, el empleo de muros de contención, también a partir de trozos de cerámica, convierten el
Monte Testaccio en una prueba del enorme espíritu organizador y previsor de los romanos, por lo que no debe entenderse como un basurero fortuito ni desordenado.
Grabado anónimo del siglo XVII. Según la hipótesis de la época, el Monte Testaccio se había formado con los desechos de los hornos circundantes. Os preguntaréis cuáles eran los motivos por los que las ánforas, una vez vacías, eran desechadas y no se reutilizaban. Hay tantas respuestas como investigadores del yacimiento. Así que, haciendo gala de una insólita osadía, y con el discutible derecho que me otorga haberle dedicado unas horas a estudiar su historia
, voy a aportar mi propia opinión: las razones, sobre todo, fueron económicas. Y no sólo por el elevado coste que habría supuesto la repatriación de los envases vía marítima. También hay que tener en cuenta que su proceso de fabricación no era industrial, sino artesanal. La continua demanda de ánforas desde la capital del Imperio garantizaba la existencia de un gremio de artesanos. Usando terminología actual, era una medida de creación empleo. Sin olvidar el pago de impuestos al que estaban obligados los habitantes de las regiones ocupadas por los romanos con algún tipo de ingreso.
Lo usual es que el aspecto de las ánforas sea el de las imágenes.
Por supuesto, las excavaciones llevadas a cabo en el yacimiento desde finales del siglo XIX, han aportado gran cantidad de datos, sobre todo referidos a aspectos, desconocidos hasta entonces, del comercio entre la Península Ibérica, norte de África y la capital del Imperio romano. Para profundizar en dichos aspectos y conocer la gran cantidad de información extraída de los restos de ánforas desenterrados, os recomiendo que visitéis
el post que el blog Historia Clásica dedica al
Monte Testaccio.
Finalizo el post con dos imágenes actuales de
la colina
(la anterior y la posterior a este párrafo). Como podéis ver, se encuentra completamente cubierto de vegetación, a la espera de la gran inversión económica que financie una excavación de dimensiones faraónicas, y que logre sacar a la luz todas las sorpresas que seguro guarda en su vientre cerámico... Así, de paso, evito reincidir en el error que suelo cometer en cada nuevo post que publico, y que más de uno me habéis señalado en vuestros comentarios, los cuales me tomo como crítica constructiva y, lejos de reprochar, agradezco de corazón: algunas entradas son demasiado extensas.