La noche del 9 de enero de 1610, Galileo Galilei, apuntó con su telescopio de veinte aumentos hacia Júpiter, descubrió que cerca del planeta, a cada lado y en la misma línea recta, había tres objetos pequeños con forma de estrellas que no se apreciaban a simple vista. Las observaciones continuaron hasta que, la noche del 13 de enero, apareció un cuarto objeto similar a los anteriores. Tras contemplarlos noche tras noche comprobó que cada uno de ellos se movía hacia atrás y hacia adelante, de un lado de Júpiter al otro, cada uno a una distancia fija hacia cada lado del planeta. Imposible no tener en cuenta lo que estaba viendo: los cuatro cuerpos circundaban el planeta en su propia órbita, y todas ellas se veían de canto desde su punto de observación. Se trataba de los cuatro satélites principales de Júpiter: Ío, Europa, Ganímedes y Calisto, conocidos en su honor como satélites galileanos. En el siguiente vídeo (5:05 min) se hace una pequeña presentación de cada uno de ellos, apoyándose en extraordinarias fotografías tomadas por la sonda espacial Galileo (al final del post encontréis los enlaces a las dos primeras partes del documental).
El descubrimiento del gran astrónomo, filósofo, matemático y físico italiano fue de enorme importancia por dos razones principales: porque suponía encontrar nuevos cuerpos celestes, algo que no sucedía desde la antigüedad y porque refutó el sistema geocéntrico propuesto por Aristóteles, al demostrar que todo el Universo no gira alrededor de la Tierra, lo que provocó que la teoría heliocéntrica publicada por Copérnico en su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium fuera adoptada por la comunidad científica como nuevo sistema astronómico.
Más allá de estas consecuencias directas e inmediatas, el hallazgo tuvo repercusiones menos evidentes, pero de una importancia capital para el devenir de la humanidad. La primera fue que, a partir de la refutación del sistema geocéntrico, la civilización también rompió con la idealización del saber incuestionable de la antigüedad, y se lanzó con decisión en busca del conocimiento. El empleo por parte de Copérnico de cálculos matemáticos para sustentar su teoría heliocéntrica, colocó al hombre sobre una nueva senda del conocimiento que llamamos revolución científica y que ha perdurado hasta nuestros días. A partir de estos momentos, la ciencia cuantitativa (basada en la lógica experimental) desterró definitivamente a la ciencia cualitativa (basada en la lógica silogística).
Pero el logro del que quiero hablaros en este post, y que también está relacionado con el descubrimiento de los satélites de Júpiter, consistió en que, por primera vez, se demostró mediante argumentos científicos que la velocidad de la luz era una magnitud finita, lo que condujo a que se realizara el primer intento serio de medir la velocidad de la luz. Los acontecimientos fueron estos.
Desde 1652, y durante más de 15 años, Giovanni Domenico Cassini, había llevado a cabo la más paciente, minuciosa y precisa observación de los movimientos que los satélites galileanos realizaban alrededor de Júpiter. Esto le permitió determinar, con una precisión sin precedentes, los períodos en los que cada una de ellos eran eclipsados por el planeta. En 1668, por fin publicó unas tablas (efemérides), que contenían los ciclos de tránsito para cada satélite, así como un calendario señalando el momento del eclipse, tanto de la inmersión como de la emersión, en horas, minutos y segundos.
Pero cualquier astrónomo que dedicara el tiempo suficiente a la observación de estos períodos, y anotara los resultados de este seguimiento, acababa percatándose de la misma peculiaridad que todos los que le precedieron: los eclipses se adelantaban, de forma lenta pero gradual. Luego, tras varios meses, empezaban a atrasar de nuevo. Se hicieron y rehicieron observaciones cada vez más cuidadosas, pero nada impedía que los ciclos continuaran repitiéndose sin que nadie fuera capaz de explicar porqué.
Hasta que en 1675, el danés Ole Christensen Rømer, cuyo retrato veis a la derecha, dio con la respuesta. Para ello, se sirvió de las tablas publicadas por Cassini, y decidió emparejar estos datos con las posiciones planetarias extraídas del modelo orbital del sistema solar que publicara Johanes Kepler en 1628. Observó que los eclipses se adelantaban al máximo cuando la Tierra y Júpiter se encontraban al mismo lado del Sol y la distancia entre ellos era mínima, y que el máximo retraso se producía cuando los planetas se encontraban en lados opuestos del Sol y su distancia es máxima. Rømer estableció que cuando la tierra se encuentra en esta posición de máximo alejamiento de Júpiter, el momento en el que sucedía el eclipse acumulaba 22 minutos de retraso respecto al momento del eclipse cuando la distancia era mínima.
El descubrimiento de la relación que existía entre la posición de los planetas y la variación del momento en el que se producían los eclipses significaba que el enfoque era el correcto, aunque no suponía más que el primer paso hacia la solución. Era necesario encontrar la causa que provocaba esa variación. La respuesta brotó de la genial intuición de Rømer: sugirió que el motivo por el que los eclipses adelantaban o atrasaban podía ser el carácter finito de la velocidad de la luz. En esencia, su propuesta era que los eclipses no sufrían adelantos ni retrasos, sino que la luz que "transportaba la información visual de los eclipses" tardaba más o menos tiempo en recorrer la distancia que le separa de nosotros, dependiendo de la posición relativa entre la Tierra y Júpiter. Los 22 minutos de retraso antes mencionados entre eclipses corresponderían al tiempo que tarda la luz en cruzar el diámetro de la órbita de la Tierra, es decir, el doble de la distancia Tierra-Sol, que nosotros hemos denominado unidad astronómica (ua). El problema al que se enfrentaba el bueno de Rømer era que no se conocía ninguna de las distancias interplanetarias. De haber conocido una -sólo una- se habría podido calcular el resto, ya que sí se disponía de las distancias relativas, en función de la ua, publicadas en De Revolutionibus Orbium Coelestium. Copérnico había calculado, utilizando trigonometría, las distancias relativas entre los planetas conocidos y el Sol, tomando como base la distanciaTierra-Sol (ua). Kepler (imagen lateral) había afinado los cálculos de Copérnico y mejorado su escala relativa, relacionando la distancia de cada planeta al Sol con el tiempo que tarda en recorrer su órbita. Sin embargo, ni Kepler ni ninguno de sus contemporáneos conocían el valor de la unidad astronómica, y por tanto ignoraban completamente la escala real del sistema planetario conocido.
Sin embargo, Cassini, con la ayuda de Jean Richer, había logrado determinar la paralaje de Marte. El DRAE define paralaje como la "diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado". Lo entenderéis mejor con la descripción del método seguido: en 1672 Jean Richer viajó a Cayena (Guayana francesa) para medir la posición de Marte en el cielo en relación a las estrellas de fondo, mientras que Cassini realizaba la misma medición, en el mismo instante que Richer, pero desde París. Los resultados de las mediciones presentarían una pequeña diferencia, la cual corresponde al ángulo que resultaría de unir con un línea recta los extremos del arco de curva de la línea París-Cayena vista desde Marte. Conociendo este ángulo, y la distancia París-Cayena, se puede deducir mediante triangulación, el valor de la distancia al cuerpo observado y, a partir de ahí, el ansiado dato de la unidad astronómica. De manera asombrosa, lograron solventar las tres grandes dificultades a las que se enfrentaron: la primera, que no se conocían con exactitud las distancias sobre la Tierra. Segunda, los instrumentos de medición del tiempo no eran lo suficientemente precisos como para permitir mediciones simultáneas entre puntos muy alejados. Y la tercera, la dificultad de obtener datos lo suficientemente precisos con los instrumentos del siglo XVII. Sus cálculos estimaban que la distancia de la Tierra al Sol era de 140 millones de kilómetros, lo que significa un meritorio 7% de error respecto al valor aceptado actualmente para la unidad astronómica, 149,59 millones de kilómetros.
Con el dato de la distancia Tierra-Sol calculado por Cassini (140 millones de kilómetros), y el tiempo que Rømer determinó que había de desfase entre eclipses (22 miutos, 1.320 segundos), se obtuvo por primera vez, la velocidad de la luz, quedando fijada en unos 212.000 kilómetros por segundo, lo cual debe considerarse un cálculo excelente para ser el primero. Desde entonces hemos ido refinando las mediciones, lo que nos ha permitido ajustar los datos de partida con los que contaba Rømer: la ua que se emplea en la actualidad es de 149,59 millones de kilómetros. El tiempo que tarda la luz en cruzar la órbita terrestre está próxima a los 16 minutos y 40 segundos, lo que significa que la velocidad de la luz es 299.728 kilómetros por segundo. En este enlace encontraréis un extenso desarrollo de sus cálculos, con explicaciones accesibles, gráficos, animaciones, formulación... para quien quiera profundizar un poco más en el laberinto.
Considerando que hoy en día, la velocidad de la luz es una constante fundamental del universo, resulta un poco triste que el anuncio de Rømer no creara gran emoción, y sí reacciones encontradas, excepticismo e, incluso, oposición frontal. El acto se celebró en una reunión de la Academia de las Ciencias en París, en 1676. Científicos de la talla de Christian Huygens, Edmond Halley o Sir Isaac Newton quedaron gratamente impresionados. Pero tuvo en contra el peso de la influyente oposición de Cassini, a quien podéis ver a vuestra izquierda, quien nunca reconoció el carácter finito de la velocidad de la luz, aunque se hubieran utilizado sus observaciones para demostrarlo. Durante casi medio siglo, desaparecieron de la conciencia astronómica tanto la idea de velocidad finita de la luz, como el cálculo de su velocidad, hasta que James Bradley probó la finitud de la luz con un método distinto. Hoy en día se reconoce el mérito de Rømer, y se le asigna el lugar de privilegio que merece en la Historia de la Ciencia.
Bibliografía: Inspirado en el artículo de Isaac Asimov titulado El reloj del cielo, el cual se encuentra publicado en el libro La tragedia de la luna (Alianza Editorial, ISBN 84-206-9246-8, quinta edición de 1984). Los textos del post son una adaptación de los del libro, ya que he intentado evitar, lo máximo posible, la transcripción literal de las frases de Asimov. Pero alguna hay, consecuencia de no haber encontrado mejor forma que la suya para expresar alguna idea.
Fuentes: wikipedia (esta, esta, esta, esta, esta, esta, esta, esta y esta), solarviews, sc ehu, museo virtual de la ciencia, Youtube: Galileo y el misterio de las lunas de Júpiter parte 1 (4:01 min), parte 2 (6:01 min) y parte 3 (5;05 min).
El descubrimiento del gran astrónomo, filósofo, matemático y físico italiano fue de enorme importancia por dos razones principales: porque suponía encontrar nuevos cuerpos celestes, algo que no sucedía desde la antigüedad y porque refutó el sistema geocéntrico propuesto por Aristóteles, al demostrar que todo el Universo no gira alrededor de la Tierra, lo que provocó que la teoría heliocéntrica publicada por Copérnico en su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium fuera adoptada por la comunidad científica como nuevo sistema astronómico.
Portada del De Revolutionibus Orbium Coelestium y su modelo heliocéntrico
Más allá de estas consecuencias directas e inmediatas, el hallazgo tuvo repercusiones menos evidentes, pero de una importancia capital para el devenir de la humanidad. La primera fue que, a partir de la refutación del sistema geocéntrico, la civilización también rompió con la idealización del saber incuestionable de la antigüedad, y se lanzó con decisión en busca del conocimiento. El empleo por parte de Copérnico de cálculos matemáticos para sustentar su teoría heliocéntrica, colocó al hombre sobre una nueva senda del conocimiento que llamamos revolución científica y que ha perdurado hasta nuestros días. A partir de estos momentos, la ciencia cuantitativa (basada en la lógica experimental) desterró definitivamente a la ciencia cualitativa (basada en la lógica silogística).
Pero el logro del que quiero hablaros en este post, y que también está relacionado con el descubrimiento de los satélites de Júpiter, consistió en que, por primera vez, se demostró mediante argumentos científicos que la velocidad de la luz era una magnitud finita, lo que condujo a que se realizara el primer intento serio de medir la velocidad de la luz. Los acontecimientos fueron estos.
Desde 1652, y durante más de 15 años, Giovanni Domenico Cassini, había llevado a cabo la más paciente, minuciosa y precisa observación de los movimientos que los satélites galileanos realizaban alrededor de Júpiter. Esto le permitió determinar, con una precisión sin precedentes, los períodos en los que cada una de ellos eran eclipsados por el planeta. En 1668, por fin publicó unas tablas (efemérides), que contenían los ciclos de tránsito para cada satélite, así como un calendario señalando el momento del eclipse, tanto de la inmersión como de la emersión, en horas, minutos y segundos.
Pero cualquier astrónomo que dedicara el tiempo suficiente a la observación de estos períodos, y anotara los resultados de este seguimiento, acababa percatándose de la misma peculiaridad que todos los que le precedieron: los eclipses se adelantaban, de forma lenta pero gradual. Luego, tras varios meses, empezaban a atrasar de nuevo. Se hicieron y rehicieron observaciones cada vez más cuidadosas, pero nada impedía que los ciclos continuaran repitiéndose sin que nadie fuera capaz de explicar porqué.
Hasta que en 1675, el danés Ole Christensen Rømer, cuyo retrato veis a la derecha, dio con la respuesta. Para ello, se sirvió de las tablas publicadas por Cassini, y decidió emparejar estos datos con las posiciones planetarias extraídas del modelo orbital del sistema solar que publicara Johanes Kepler en 1628. Observó que los eclipses se adelantaban al máximo cuando la Tierra y Júpiter se encontraban al mismo lado del Sol y la distancia entre ellos era mínima, y que el máximo retraso se producía cuando los planetas se encontraban en lados opuestos del Sol y su distancia es máxima. Rømer estableció que cuando la tierra se encuentra en esta posición de máximo alejamiento de Júpiter, el momento en el que sucedía el eclipse acumulaba 22 minutos de retraso respecto al momento del eclipse cuando la distancia era mínima.
El descubrimiento de la relación que existía entre la posición de los planetas y la variación del momento en el que se producían los eclipses significaba que el enfoque era el correcto, aunque no suponía más que el primer paso hacia la solución. Era necesario encontrar la causa que provocaba esa variación. La respuesta brotó de la genial intuición de Rømer: sugirió que el motivo por el que los eclipses adelantaban o atrasaban podía ser el carácter finito de la velocidad de la luz. En esencia, su propuesta era que los eclipses no sufrían adelantos ni retrasos, sino que la luz que "transportaba la información visual de los eclipses" tardaba más o menos tiempo en recorrer la distancia que le separa de nosotros, dependiendo de la posición relativa entre la Tierra y Júpiter. Los 22 minutos de retraso antes mencionados entre eclipses corresponderían al tiempo que tarda la luz en cruzar el diámetro de la órbita de la Tierra, es decir, el doble de la distancia Tierra-Sol, que nosotros hemos denominado unidad astronómica (ua). El problema al que se enfrentaba el bueno de Rømer era que no se conocía ninguna de las distancias interplanetarias. De haber conocido una -sólo una- se habría podido calcular el resto, ya que sí se disponía de las distancias relativas, en función de la ua, publicadas en De Revolutionibus Orbium Coelestium. Copérnico había calculado, utilizando trigonometría, las distancias relativas entre los planetas conocidos y el Sol, tomando como base la distanciaTierra-Sol (ua). Kepler (imagen lateral) había afinado los cálculos de Copérnico y mejorado su escala relativa, relacionando la distancia de cada planeta al Sol con el tiempo que tarda en recorrer su órbita. Sin embargo, ni Kepler ni ninguno de sus contemporáneos conocían el valor de la unidad astronómica, y por tanto ignoraban completamente la escala real del sistema planetario conocido.
Sin embargo, Cassini, con la ayuda de Jean Richer, había logrado determinar la paralaje de Marte. El DRAE define paralaje como la "diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado". Lo entenderéis mejor con la descripción del método seguido: en 1672 Jean Richer viajó a Cayena (Guayana francesa) para medir la posición de Marte en el cielo en relación a las estrellas de fondo, mientras que Cassini realizaba la misma medición, en el mismo instante que Richer, pero desde París. Los resultados de las mediciones presentarían una pequeña diferencia, la cual corresponde al ángulo que resultaría de unir con un línea recta los extremos del arco de curva de la línea París-Cayena vista desde Marte. Conociendo este ángulo, y la distancia París-Cayena, se puede deducir mediante triangulación, el valor de la distancia al cuerpo observado y, a partir de ahí, el ansiado dato de la unidad astronómica. De manera asombrosa, lograron solventar las tres grandes dificultades a las que se enfrentaron: la primera, que no se conocían con exactitud las distancias sobre la Tierra. Segunda, los instrumentos de medición del tiempo no eran lo suficientemente precisos como para permitir mediciones simultáneas entre puntos muy alejados. Y la tercera, la dificultad de obtener datos lo suficientemente precisos con los instrumentos del siglo XVII. Sus cálculos estimaban que la distancia de la Tierra al Sol era de 140 millones de kilómetros, lo que significa un meritorio 7% de error respecto al valor aceptado actualmente para la unidad astronómica, 149,59 millones de kilómetros.
Con el dato de la distancia Tierra-Sol calculado por Cassini (140 millones de kilómetros), y el tiempo que Rømer determinó que había de desfase entre eclipses (22 miutos, 1.320 segundos), se obtuvo por primera vez, la velocidad de la luz, quedando fijada en unos 212.000 kilómetros por segundo, lo cual debe considerarse un cálculo excelente para ser el primero. Desde entonces hemos ido refinando las mediciones, lo que nos ha permitido ajustar los datos de partida con los que contaba Rømer: la ua que se emplea en la actualidad es de 149,59 millones de kilómetros. El tiempo que tarda la luz en cruzar la órbita terrestre está próxima a los 16 minutos y 40 segundos, lo que significa que la velocidad de la luz es 299.728 kilómetros por segundo. En este enlace encontraréis un extenso desarrollo de sus cálculos, con explicaciones accesibles, gráficos, animaciones, formulación... para quien quiera profundizar un poco más en el laberinto.
Considerando que hoy en día, la velocidad de la luz es una constante fundamental del universo, resulta un poco triste que el anuncio de Rømer no creara gran emoción, y sí reacciones encontradas, excepticismo e, incluso, oposición frontal. El acto se celebró en una reunión de la Academia de las Ciencias en París, en 1676. Científicos de la talla de Christian Huygens, Edmond Halley o Sir Isaac Newton quedaron gratamente impresionados. Pero tuvo en contra el peso de la influyente oposición de Cassini, a quien podéis ver a vuestra izquierda, quien nunca reconoció el carácter finito de la velocidad de la luz, aunque se hubieran utilizado sus observaciones para demostrarlo. Durante casi medio siglo, desaparecieron de la conciencia astronómica tanto la idea de velocidad finita de la luz, como el cálculo de su velocidad, hasta que James Bradley probó la finitud de la luz con un método distinto. Hoy en día se reconoce el mérito de Rømer, y se le asigna el lugar de privilegio que merece en la Historia de la Ciencia.
Bibliografía: Inspirado en el artículo de Isaac Asimov titulado El reloj del cielo, el cual se encuentra publicado en el libro La tragedia de la luna (Alianza Editorial, ISBN 84-206-9246-8, quinta edición de 1984). Los textos del post son una adaptación de los del libro, ya que he intentado evitar, lo máximo posible, la transcripción literal de las frases de Asimov. Pero alguna hay, consecuencia de no haber encontrado mejor forma que la suya para expresar alguna idea.
4 comentarios
Un muy elaborado e interesante trabajo Suso.
A propósito de la entrada de ayer,te resumo mi opinión sobre el Nobel(marca de tabaco,jajaja)en 2 palabras:IM PRESENTABLE.
Vivir para ver.
Un gran abrazo Suso y gracias por tus labores.
Siempre fiel, Pumuky!!
Últimamente, como ando más disperso que un centro de Míchel Salgado, tengo bastante abandonadas mis lecturas de otros blogs y la publicación de comentarios en esos sitios, y te garantizo que se nota una barbaridad cómo han descendido los comentarios que recibo desde entonces en mi blog!! Así que doble alegría encontrar a alguien a este lado de los barrotes...
Por cierto, gracias a ti por el seguimiento. Lo que llamas "mis labores", como disfruto haciéndolas y resultan casi terapeúticas, pues como que no merecen agradecimientos... Y cuando además gustan, orgasmo múltiple en Mucia!!!
Ah!! Y si tú quieres un premiio Nobel pa ti, yo te doy uno, que me he enterado que se regalan por docenas en la puerta de los supermercados, aunque de lo desprestigiado que están y la peste a podrido que despiden, nadie los quiere ni gratix!!!
Una pena. Así, que, a otra cosa... UN ABRAZO, COMPAÑERO!!!
Según el texto, Isaac Asimov (1920-1992) asistió a la reunión de la Academia de Ciencias de París de 1676, lo que es casi más impresionante que la finitud de la velocidad de la luz. Parece más dentro de la causalidad física que Edmond Halley pudiese asistir.
Un cordial saludo.
Muchas gracias, César!!
¿Sabes el nombre de quién debía aparecer en lugar de Asimov? Como no vamos a convertir esto en un concurso, te lo digo y lo modifico (aunque algo me dice que sí lo sabes): Sir Isaac Newton.
El fallo ha venido por la coincidencia de los nombres, y además es que recuerdo haber estado pensando en ello mientras pretendía escribir Newton, y el subsconsciente ha decidido por su cuenta... Qué sinvergüenza!!
Ah!! Lo de Edmond es porque le falta la "d" final, no? Se la añado también. Y gracias de nuevo...
Bueno, y ya que estás... ¿sólo comentas las correcciones, granuja? Espero que te haya gustado...
Cordiales saludos también hacia allá!!!
Publicar un comentario